Lo fantástico del aula
Cuando hice las prácticas, hace
unos pocos años, en una escuela pública de Berisso, tomé consciencia de que lo
fantástico ocurría en el aula. Mientras la profe explicaba, y yo observaba y
tomaba apuntes en el fondo, había un pequeño caos en el aire: parecía que
todos, o la gran mayoría, escuchaban, pero si uno agudizaba un poquito más la
mirada se daba cuenta enseguida de que no era cierto. Había mil mundos, mil
universos paralelos, dando vueltas en la clase.
Fantástico, realmente fantástico. La irrupción de lo sobrenatural en el
medio de lo cotidiano: los que me hablaban y me preguntaban qué hacía allí, las
que se pintaban las uñas, los que escuchaban música, los que miraban a la profe
y vaya a saber en qué pensaban, los que parecían estar dormidos… Todos estaban
ahí, de alguna u otra manera. Y nadie estaba ahí, de alguna u otra manera.
es que siempre hay mil universos
paralelos/todosjuntos
En estos años de docencia, pocos
y abundantes a la vez, experimenté esa misma sensación de caos y disrupción: la
clase es eso que pasa mientras te esforzás por explicar un tema, parafraseando
un poco a Lennon. No solo las acciones, los movimientos, las charlas, acontecen
ahí en el medio de la clasificación semántica de sustantivos, sino que las
historias, las verdaderas historias, son los pensamientos, sentimientos y vidas
de estos jóvenes (y mías, por supuesto) que pululan en el aula entre
explicaciones, lecturas, gritos y risas.
Las aulas bochincheras, esas que
a veces irritan tanto, son las que muestran a borbotones que los chicos y
chicas están ahí, con todo lo que implica la presencia activa que- muchas
muchas veces- confundimos con el silencio, la quietud en los bancos y la-
aparente- escucha.
nosotros y los mundos
Otra cosa más que aprendí en las
prácticas (o, mejor dicho, recordé) fue lo amoroso y cómplice que es el
ejercicio de la docencia. Lo había experimentado de alumna, con profesores que
te escuchaban, te leían (porque siempre me gustó escribir), te hacían
reír. Durante las prácticas, decía, lo
recordé. Fue sencillo, efímero, porque estuve con este grupo muy poco tiempo:
cuando mi profesora me fue a observar, en una clase que distaba mucho de ser la
que había planificado y querido (pasa, todo el tiempo), los chicos me decían
“Profe, ya les dijimos a esos que se callen, porque tu profesora tiene una cara
de orto” “Profe, que vea que estamos haciendo la tarea, así no te reta”.
Palabras más, palabras menos. Profe, profe, suerte, cómo le fue, profe, profe.
Todo este pequeño recorrido (y
podría seguir, ir más y más para atrás) para decir, bien fuerte, que este año
fue completamente fantástico, en el sentido estrictamente literario, y amoroso,
en el sentido estrictamente del corazón. En estos días en los que, en otras
circunstancias, me encontré compartiendo un pequeño balance del año, reconocí
que en la escuela había tenido lugar una de las mayores satisfacciones: la de
haber compartido, con otros, la vida misma, todo lo que, sin darnos cuenta,
está en movimiento.
Don Bosco decía que “educar es
cosa del corazón” y siempre lo pensé en un sentido unidireccional: el docente
pone el corazón, ama, busca al otro, trata de animarlo, de entusiasmarlo. Este
año, con más claridad que años anteriores, descubrí profundamente que no existe
el amor unidireccional. El amor, reciproco, gratuito, se construye con otros.
Así que sí, educar es cosa del
corazón, porque en el aula se juega el de todos. Y en ese juego, muchas veces
molesto, de búsqueda de límites, de cansancio, de deseos de estar en otro lado,
ocurre lo más fantástico que tiene la docencia: uno puede experimentar, entre
los cierres de trimestre, la fuerza de muchos abrazos que dicen, con un poquito
de Benedetti, “amar (y ser amado) /
vaya cosa buena”
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