“que diran mis eredero de mi si Llegara
a leer los mal que escrivo La mala caligrafia los errore que Cometo cuanta cosa
tendra que perdonarme Esto es muy cierto pero yo le contestare suavemente amado
hijo querido nieto e todo los que a mi apartenese que a todo los amos”
Hace
dos años, mi abuelo me dio un cuaderno medio viejo y me dijo “Seguro vas a
hacer muchas cosas con esto”. Era un diario íntimo de su papá Vicente, mi
bisabuelo. Seguramente mi amor por las historias, las fotos viejas y la máquina
de escribir, tuvieron mucho que ver.
Lo
leí enseguida, lloré con algunas historias, lloré cuando algunos parientes que
jamás había conocido, ¡y que murieron hace casi 100 años! morían en su relato. (Hablemos
de una buena novela, ¿no?)
Me
acuerdo que lo leía en el tren, yendo a Tornquist, y me maravillaba, una y otra
vez, con su viaje a la Argentina, con sus historias de Italia, con su orgullo
por la familia, con su amor por San Francisco, con sus relatos del mundial, de
la dictadura.
Después
de una primera lectura, lo volví a leer, con más distancia tal vez, buscando un
cuento, una novela. Lo volví a leer para dos finales, para hablar de criollismo
y de historia de la lectura. Analicé su escritura, el dialecto, la caligrafía. Lo
leí tantas veces que podría recitar algunas partes, sobre todo el comienzo, ese
comienzo que siempre me pareció tan literario: “Alaguno recuerdo de nuestra los pasato de mi familia Primero, voy a
decir como e poque nos encontramo aquí en la Argentina. Corria el año 1912…”.
Escribí
uno o dos relatos que nunca llegué a terminar porque consideraba que no le
hacían juicio, que mi escritura y todo lo que yo podía agregar le quitaba peso,
realidad, historia, vida, a la suya. Tal vez más adelante, tal vez de otra
forma que hoy no conozco.
Sin embargo, hay dos cosas, sobretodo dos, que la
lectura del diario fue despertando en mí: una, más personal, vinculada a la
identificación, al sentirse parte de algo más grande que uno, un poco una
flasheada de reconocer que la vida de los otros, hace eterna la nuestra: vivo
porque otros vivieron antes y otros van a vivir porque yo lo hice primero. Algo
así como ubicarse en la pequeñez de la vida y, a su vez, en lo profunda que es
la existencia para construir la eternidad, propia y de otros.
La
segunda cosa, que terminó de tomar forma en estas semanas, es la importancia de
la palabra y de la propia voz. La importancia de reconocer lo que quiero decir
y lo liberador de decirlo, aunque sea por escrito. Todos deberíamos de hacer el
ejercicio de considerar nuestra vida tan importante como para dejarla a las
futuras generaciones, pese a las “limitaciones”, al “no saber escribir”. Claro,
no vamos a ser ingenuos, una vida que incluye un viaje a otro continente, una
Guerra Mundial, un episodio nefasto como la dictadura militar, es una vida que
todos querríamos leer, que imaginamos- con la distancia de la Historia-
sumamente interesante. Y, sin embargo, fueron sus descripciones de su primer
trabajo, las anécdotas de sus hijos, la rutina del diario y la bicicleta, lo
que a mí más me atrapó. Con el velo de la nostalgia, el no haberlo conocido,
con la idealización romántica, sí, con todo eso, pero también con la alegría de
lo pequeño: alguien consideró que la vida que estaba viviendo era importante.
Y, ahí, no importó la letra, las faltas de ortografía, los errores… importó
escribir, como uno de los ejercicios más saludables para enriquecer el
presente, lo que se vive.
¿Cuántos de nosotros creemos que vale contar lo que
vivimos, lo que sentimos, lo que nos pasa?
Lo
pienso sobre todo ahora, en estos días- tiempos- en los que para algunos no
sirve hablar de lo que pasa y es mejor callar, tapar, enterrar; y, para otros,
valientes otros, es importante decir, dejar huella, sacar.
Lo
que se nombra es lo que tiene lugar: desde la creación del mundo (y, si no le
gusta Dios, inserte aquí algunos hermosos relatos del Popol Vuh donde también
la Palabra dio vida a las cosas), hasta nuestros días. Lo que se nombra, todo,
incluso en la intimidad y en el silencio, existe, pasa a tener lugar en
nosotros.
Lo que nombramos, lo que decimos, no cae al vacío: llena nuestra
humanidad.