lunes, 17 de diciembre de 2018

Tintero


“que diran mis eredero de mi si Llegara a leer los mal que escrivo La mala caligrafia los errore que Cometo cuanta cosa tendra que perdonarme Esto es muy cierto pero yo le contestare suavemente amado hijo querido nieto e todo los que a mi apartenese que a todo los amos”

Hace dos años, mi abuelo me dio un cuaderno medio viejo y me dijo “Seguro vas a hacer muchas cosas con esto”. Era un diario íntimo de su papá Vicente, mi bisabuelo. Seguramente mi amor por las historias, las fotos viejas y la máquina de escribir, tuvieron mucho que ver.

Lo leí enseguida, lloré con algunas historias, lloré cuando algunos parientes que jamás había conocido, ¡y que murieron hace casi 100 años! morían en su relato. (Hablemos de una buena novela, ¿no?)
Me acuerdo que lo leía en el tren, yendo a Tornquist, y me maravillaba, una y otra vez, con su viaje a la Argentina, con sus historias de Italia, con su orgullo por la familia, con su amor por San Francisco, con sus relatos del mundial, de la dictadura.
Después de una primera lectura, lo volví a leer, con más distancia tal vez, buscando un cuento, una novela. Lo volví a leer para dos finales, para hablar de criollismo y de historia de la lectura. Analicé su escritura, el dialecto, la caligrafía. Lo leí tantas veces que podría recitar algunas partes, sobre todo el comienzo, ese comienzo que siempre me pareció tan literario: “Alaguno recuerdo de nuestra los pasato de mi familia Primero, voy a decir como e poque nos encontramo aquí en la Argentina. Corria el año 1912…”.

Escribí uno o dos relatos que nunca llegué a terminar porque consideraba que no le hacían juicio, que mi escritura y todo lo que yo podía agregar le quitaba peso, realidad, historia, vida, a la suya. Tal vez más adelante, tal vez de otra forma que hoy no conozco. 

Sin embargo, hay dos cosas, sobretodo dos, que la lectura del diario fue despertando en mí: una, más personal, vinculada a la identificación, al sentirse parte de algo más grande que uno, un poco una flasheada de reconocer que la vida de los otros, hace eterna la nuestra: vivo porque otros vivieron antes y otros van a vivir porque yo lo hice primero. Algo así como ubicarse en la pequeñez de la vida y, a su vez, en lo profunda que es la existencia para construir la eternidad, propia y de otros.
La segunda cosa, que terminó de tomar forma en estas semanas, es la importancia de la palabra y de la propia voz. La importancia de reconocer lo que quiero decir y lo liberador de decirlo, aunque sea por escrito. Todos deberíamos de hacer el ejercicio de considerar nuestra vida tan importante como para dejarla a las futuras generaciones, pese a las “limitaciones”, al “no saber escribir”. Claro, no vamos a ser ingenuos, una vida que incluye un viaje a otro continente, una Guerra Mundial, un episodio nefasto como la dictadura militar, es una vida que todos querríamos leer, que imaginamos- con la distancia de la Historia- sumamente interesante. Y, sin embargo, fueron sus descripciones de su primer trabajo, las anécdotas de sus hijos, la rutina del diario y la bicicleta, lo que a mí más me atrapó. Con el velo de la nostalgia, el no haberlo conocido, con la idealización romántica, sí, con todo eso, pero también con la alegría de lo pequeño: alguien consideró que la vida que estaba viviendo era importante. Y, ahí, no importó la letra, las faltas de ortografía, los errores… importó escribir, como uno de los ejercicios más saludables para enriquecer el presente, lo que se vive. 

¿Cuántos de nosotros creemos que vale contar lo que vivimos, lo que sentimos, lo que nos pasa?

Lo pienso sobre todo ahora, en estos días- tiempos- en los que para algunos no sirve hablar de lo que pasa y es mejor callar, tapar, enterrar; y, para otros, valientes otros, es importante decir, dejar huella, sacar.
Lo que se nombra es lo que tiene lugar: desde la creación del mundo (y, si no le gusta Dios, inserte aquí algunos hermosos relatos del Popol Vuh donde también la Palabra dio vida a las cosas), hasta nuestros días. Lo que se nombra, todo, incluso en la intimidad y en el silencio, existe, pasa a tener lugar en nosotros. 

Lo que nombramos, lo que decimos, no cae al vacío: llena nuestra humanidad.



lunes, 3 de diciembre de 2018

¡Vaya cosa buena!


Lo fantástico del aula

Cuando hice las prácticas, hace unos pocos años, en una escuela pública de Berisso, tomé consciencia de que lo fantástico ocurría en el aula. Mientras la profe explicaba, y yo observaba y tomaba apuntes en el fondo, había un pequeño caos en el aire: parecía que todos, o la gran mayoría, escuchaban, pero si uno agudizaba un poquito más la mirada se daba cuenta enseguida de que no era cierto. Había mil mundos, mil universos paralelos, dando vueltas en la clase.  Fantástico, realmente fantástico. La irrupción de lo sobrenatural en el medio de lo cotidiano: los que me hablaban y me preguntaban qué hacía allí, las que se pintaban las uñas, los que escuchaban música, los que miraban a la profe y vaya a saber en qué pensaban, los que parecían estar dormidos… Todos estaban ahí, de alguna u otra manera. Y nadie estaba ahí, de alguna u otra manera.

es que siempre hay mil universos paralelos/todosjuntos

En estos años de docencia, pocos y abundantes a la vez, experimenté esa misma sensación de caos y disrupción: la clase es eso que pasa mientras te esforzás por explicar un tema, parafraseando un poco a Lennon. No solo las acciones, los movimientos, las charlas, acontecen ahí en el medio de la clasificación semántica de sustantivos, sino que las historias, las verdaderas historias, son los pensamientos, sentimientos y vidas de estos jóvenes (y mías, por supuesto) que pululan en el aula entre explicaciones, lecturas, gritos y risas.
Las aulas bochincheras, esas que a veces irritan tanto, son las que muestran a borbotones que los chicos y chicas están ahí, con todo lo que implica la presencia activa que- muchas muchas veces- confundimos con el silencio, la quietud en los bancos y la- aparente- escucha.

nosotros y los mundos

Otra cosa más que aprendí en las prácticas (o, mejor dicho, recordé) fue lo amoroso y cómplice que es el ejercicio de la docencia. Lo había experimentado de alumna, con profesores que te escuchaban, te leían (porque siempre me gustó escribir), te hacían reír.  Durante las prácticas, decía, lo recordé. Fue sencillo, efímero, porque estuve con este grupo muy poco tiempo: cuando mi profesora me fue a observar, en una clase que distaba mucho de ser la que había planificado y querido (pasa, todo el tiempo), los chicos me decían “Profe, ya les dijimos a esos que se callen, porque tu profesora tiene una cara de orto” “Profe, que vea que estamos haciendo la tarea, así no te reta”. Palabras más, palabras menos. Profe, profe, suerte, cómo le fue, profe, profe.
Todo este pequeño recorrido (y podría seguir, ir más y más para atrás) para decir, bien fuerte, que este año fue completamente fantástico, en el sentido estrictamente literario, y amoroso, en el sentido estrictamente del corazón.  En estos días en los que, en otras circunstancias, me encontré compartiendo un pequeño balance del año, reconocí que en la escuela había tenido lugar una de las mayores satisfacciones: la de haber compartido, con otros, la vida misma, todo lo que, sin darnos cuenta, está en movimiento.




Don Bosco decía que “educar es cosa del corazón” y siempre lo pensé en un sentido unidireccional: el docente pone el corazón, ama, busca al otro, trata de animarlo, de entusiasmarlo. Este año, con más claridad que años anteriores, descubrí profundamente que no existe el amor unidireccional. El amor, reciproco, gratuito, se construye con otros.

Así que sí, educar es cosa del corazón, porque en el aula se juega el de todos. Y en ese juego, muchas veces molesto, de búsqueda de límites, de cansancio, de deseos de estar en otro lado, ocurre lo más fantástico que tiene la docencia: uno puede experimentar, entre los cierres de trimestre, la fuerza de muchos abrazos que dicen, con un poquito de Benedetti, “amar (y ser amado) / vaya cosa buena”